Brasil (elmundo.es).-El 16 de julio de 1950 los brasileños se durmieron tras un gol de Uruguay y se despertaron más de medio siglo después con otro gol contrario (o suyo, para más inri) en el estreno de la Copa del Mundo en su casa. Despidieron la anterior con un gol en su portería y la recibieron con otro, y aunque en esos 64 años se convirtieron en la Penta, la mayor selección que vio la Historia, se desenterró un hilo temporal que unió a la Seleçao con su antepasada. Fue el silencio que aplastó como un tren el Arena Corinthians cuando Srna, que descosió con Olic la banda de Alves a capricho, planteó un centro lleno de dudas: uno de esos balones rasos cuya única forma de no meterlos dentro es no acercándose y dejarlo ir como un hijo loco.
Marcelo tropezó con él y el lateral, enfocado con ansia, gimoteó asustado de camino al centro del campo. Hay que estar ahí abajo para saber la concepción histórica que Brasil le ha dado a esta Copa, el abrumador ejercicio introspectivo que supone para la nación su torneo más preciado en su casa; el descomunal despliegue en calles y estadio a unos jugadores a los que les temblaban las piernas cuando salieron al césped y se toparon de golpe con una misión cultivada durante más de medio siglo: cambiar el pasado.
No sólo no lo cambiaron de inicio sino que lo repitieron con crueldad. Croacia salió más rodada, austera en ataque pero con elegante economía de gasto. No hizo nada que no mereciese la pena, no dio un paso adelante sin saber los tres siguientes que iba a dar. Fue a través de una hermosa tela de araña que capitaneó Rakitic como sostén y sulfuraron arriba Modric y Olic deslizándose como fantasmas entre los aterrados brasileños. El gol fue anunciado con insistencia en un par de jugadas caribeñas de los europeos y cuando llegó, tras unos minutos de aturdimiento en los que Brasil buscaba dentro de sí misma, como reparando costuras místicas, la verde-amarela se vino arriba con lógica aplastante: si no debía de haber pasado, tampoco un mañana.
Tras dos arreones vertebrados por Neymar, de golpe el Arena amarillo, despojado de infames bocinas y vuvuzelas, parecía un gran hombre comiendo a bocados el campo. Lo consiguió el 10 con quiebros alejados de portería que a veces pasan por intrascendentes, pero que a esta afición amante del gambeteo, deudora de Garrincha, al que llamaron Alegría do Povo, agradece con gritos de histeria que terminan encendiendo al equipo. Fue Neymar, llamado a ser la estrella de su Mundial, el que espantó las miserias de Brasil, construida con cuartos traseros, presumiendo de centrales estrella cuando antes los que jugaban allí eran los gordos (y ahora es el percherón Hulk, un aniquilador, el que lleva el 7 de Bebeto).
Neymar, por duplicado
Ney salió indemne de un intento de rescate del balón croata, con ese castañear de piernas tan propio, como si le tabletease la dentadura, y aguantado el balón se dirigió ciego a su perfil izquierdo, armando a escondidas la pierna contraria para dirigirla al único destino posible: el palo. A tanta distancia y con la zurda sólo era posible un milagro o un golpe de billar: el brasileño, tras un duro año en Europa, prefirió mirar a Dios desde la razón. Brasil llevaba unos minutos mereciendo el desagravio: que fuese su estrella, la más aclamada junto a Felipaoen la presentación del once, le hizo recuperar una especie de orden cósmico. No había empatado Thiago Silva en un corner: lo había hecho Neymar, su 10, tras una embestida frontal.
En cada semáforo de Sao Paulo, en cada esquina y en cada plaza, la economía sumergida hace fortuna con las banderas y las camisetas de Brasil. Hay algo más: una cresta verde-amarela que se vende como churros y que recuerda al mohicano del Santos, el fulgurante regateador que había iluminado el continente y se había apagado como una vela de iglesia mustia en un club en ruinas. Se esperaba a Neymar en la Copa y apareció con una madurez de posguerra, consciente de las apreturas en casa, echándose a las espaldas la urgencia de remontar por la vía de parasitar el mediocampo croata como un virus amable que con los minutos devino en asesino. Ninguna jugada mejor para definirlo que la del minuto 25 de la segunda parte cuando acechó a la defensa croata hasta que le regalaron el balón en medio de terrores nocturnos: ya estaban, mientras se lo pasaban, pensando en lo que ocurriría si Neymar la agarrase.
Esa contra se quedó en nada. Fue el anticipo de la siguiente jugada de riesgo: un balón muerto para que Fred se diese la vuelta y fusilase. Pero Fred está viejo para según qué cosas: prefirió tirarse armando escándalo. Y el árbitro, un japonés que vaciló unas décimas estupendas, seguramente antes de comprender lo que la Fifa espera entre líneas de Brasil en esta Copa (que no son precisamente empatitos con Croacia), pitó penalti. Un penalti pandillero. Y así fue como esta ciudad tomada por la Policía, en la que no se podía dar un paso sin cruzarse con una metralleta o un uniformado, con los coches de los agentes circulando de un lado a otro, los militares asomándose y los helicópteros sobrevolándolo todo; una ciudad, en fin, en la que nadie se atrevía a cruzar un paso de cebra en rojo sin despedirse de su familia, fue el escenario de un atraco que pudieron ver, alarmados, 400 millones de personas.
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Brasil y el árbitro enseñan la cresta